En la educación, hablar de lo humano del docente suele sonar redundante. Pero basta una pandemia para evidenciar lo contrario: detrás del pizarrón, la cámara o el aula virtual, también hay una persona. Una que duda, que siente miedo, que se reinventa, que se sostiene a sí misma mientras trata de sostener a otros.
Durante un conversatorio con docentes de diferentes niveles, disciplinas y ciudades —desde Bogotá hasta Naucalpan—, surgieron historias que no son anécdotas sueltas, sino testimonio colectivo de lo que significa enseñar en tiempos inciertos. Y sobre todo, lo que significa seguir siendo humano cuando todo empuja a convertirse en engranaje.
Cuando el aula se apagó de golpe: incertidumbre y duelo compartido
“Era 12 de marzo, veníamos de un concierto”, recuerda Daniela, profesora de historia en el CCH. Al día siguiente, el aviso fue rotundo: las clases presenciales se suspendían. “Yo tenía siete grupos y les había aplicado examen a cinco. Todos los exámenes se quedaron empolvándose en mi casillero. Pero mi preocupación real era: ¿cómo le voy a hacer el lunes?”
Samuel, por su parte, vivía su primer año como docente formal. La contingencia sanitaria le robó el rito de cierre. “Nos despedimos a través de una pantalla. Fue doloroso. Yo quería darles las gracias, cerrar el curso con palabras, no con un click.” Víctor, joven profesor de robótica, se enfrentó a otro tipo de pérdida: tras años de preparación, su grupo no pudo asistir al concurso internacional en Colombia. “Los robots se quedaron abandonados. Nos despedimos creyendo que volveríamos después de Semana Santa… pero ya no nos vimos más.”
La conmoción no fue solo emocional. También fue institucional. Sara, doctora en pedagogía, expresó con claridad lo que muchas y muchos sintieron: “No me sentí maestra. Me sentí un recurso más. Me exigían planeaciones, evidencias, fotos. ¿Desde cuándo dudaron de nuestro compromiso? Una carta del abogado del Politécnico amenazaba con descontar salario si no entregábamos todo. Me dolió. Me cosificaron”.
Reinventar el vínculo: de lo curricular a lo humano
Frente a ese panorama, muchos docentes buscaron —desde la intuición o el afecto— formas de seguir tocando la vida del otro, incluso a través de la pantalla. Germán, desde Bogotá, lo explicó con serenidad: “La pandemia me enseñó a empatizar. Ya no era solo dar contenido. Era entender que mis estudiantes también estaban lidiando con lo incierto. Fue una horizontalidad nueva, más humana”.
Daniela lo vivió en los correos que recibía: “Maestra, muchas veces no se nos pregunta cómo estamos”, le escribían. Y eso bastaba para seguir. Samuel optó por una estrategia distinta: la escritura. Invitó a sus alumnos a llevar un diario de vida. “Escriban todo lo que sientan. Lo que no pueden hablar, pónganlo en papel.” La lectura y la escritura se convirtieron en rituales de cuidado. “Uno me dijo: ‘Ya no tengo con quién platicar, así que escribo’. Y eso fue sanador.”
Lourdes, con más de tres décadas en la docencia, ideó un pase de lista literario. “Les pedía que escribieran un verso. Si estábamos leyendo a Neruda, tenían que inventar su propio verso triste. Se emocionaban. Preguntaban: ‘¿Y ahora qué nos va a pedir, maestra?’” Con ese simple acto, cada sesión virtual dejaba de ser una imposición y se volvía un espacio de juego y expresión.
Víctor notó una transformación inesperada: “Tenía alumnos que venían al taller de robótica obligados por sus papás. Pero en lo virtual, se entusiasmaron. Proponían cosas, se quedaban más tiempo. Se involucraron como nunca. Eso me sorprendió. Fue un cambio de vínculo”.
Enseñar en la intemperie, pero con dignidad
“Esta pandemia me hizo una nueva profesora”, dice Lourdes. “Después de más de 30 años, tuve que reinventarme. Y me di cuenta de algo: las humanidades sí salvan. La literatura no era solo parte del currículo. Era lo que nos sostenía. Como decía Freire: ‘La lectura del mundo precede a la lectura de la palabra’.”
La conexión emocional no fue uniforme ni ideal. Pero en muchos casos, fue real. “Maestra, usted sí me hace caso”, le dijo un alumno a Sara, que jamás encendió la cámara ni usó videollamadas, pero supo crear foros donde la escucha escrita era una forma de presencia. “Eso lo atesoro con el alma”, dice ella. “No necesitábamos vernos. Bastaba con saber que ahí estábamos.”
La docencia se volvió una especie de acto de resistencia. De persistencia silenciosa. Como dice Germán: “Las clases se convirtieron en excusas para romper la soledad. Esperaban el siguiente encuentro con esperanza, aunque fuera por WhatsApp o correo”.
Seguir enseñando también fue un acto de amor
Decir que enseñar es un acto de amor puede parecer una frase gastada. Pero después de escuchar estas voces, adquiere un nuevo sentido. Es amor el que se manifiesta en la paciencia, en el correo respondido a tiempo, en la flexibilidad para replanear todo, en el deseo de no dejar a nadie fuera.
No hubo una fórmula. Hubo vínculos que ya existían y que se reforzaron. Otros que se construyeron en la emergencia. Y algunos que se perdieron. Pero en todos los casos, el esfuerzo de mirar al otro como persona se mantuvo como el faro.
Porque el docente, antes que profesional, antes que experto, es alguien que también necesita ser visto, escuchado y reconocido como persona. Esta pandemia nos lo recordó con crudeza. Y quizá, solo por eso, ya valió la pena contarlo.